Hace ya dos siglos que el filosofo Hegel desterró al pensamiento hindú de su Historia de la Filosofía. El genio alemán defendía una racionalidad infalible al mismo tiempo que el poder absoluto de un imperio. Eran los inicios de la modernidad precedida por la celebrada Ilustración.
Tras la euforia racionalista vino la reacción romántica y luego el psicoanálisis. La nueva presencia perturbadora del subconsciente bastó para darnos cuenta que el hombre era algo más que una máquina cogitadora. Se dio entonces una nueva mirada al Oriente sin el prejuicio eurocéntrico de la llamada antropología clásica. Nuevos eruditos como Mircea Eliade o Heinrich Zimmer dieron a conocer las doctrinas y prácticas de la antigua India.
Pero fueron René Guenón y Alain Daniélou quienes dentro de una perspectiva metafísica y menos académica, es decir, más fiel al pensamiento hindú, dieron a conocer el aporte insuperable de esta tradición, la más antigua de la humanidad.
El filósofo hindú es profundamente religioso, pues intuye que el arribo a la verdad no es otra cosa que la realización espiritual, y esta exige fe, autocontrol, discriminación y contento. Como ejemplos paradigmáticos podemos mencionar a Adi Shankaracharya y a Ramanuja. Y es que la filosofía, en su sentido original de búsqueda de la sabiduría, tiene en la India la característica de no divorciar la vida intelectual de la vida moral y, sobre todo, de no separar la vida intelectual de la vida religiosa.
La cultura moderna, narcisista y ebria de velocidad, mira con sospecha todo saber antiguo y todo discurso religioso. Y frente a ello, se mantiene incólume en la India, un universo tradicional donde la divinidad aún alimenta la vida sencilla y las más altas inquietudes metafísicas.
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