(Primera parte)
En algunos lugares de la India, al templo se le llama “mandir”. Pienso que debe haber millones de ellos. Puede parecer exagerado, pero estar en la India y querer visitar todos sus templos sería simplemente una empresa imposible.
He visitado algunos de ellos y la experiencia siempre rebasa lo imaginable. Durante mi primer viaje a la India, los templos fueron el mejor lugar para el contacto con esta nueva realidad cultural y para saborear una espiritualidad distinta, que deslumbra por no estar desconectada de la naturaleza.
La tradición hindú vive lo divino no sólo en su elevada metafísica, como lo prueban sus escrituras más antiguas (Vedas), sino por vindicar todas las formas vivas. Por usar la tierra, el agua, las flores, el perfume y el movimiento. En un templo hindú la vida palpita con mucha fuerza y nos impregna de tal manera que es difícil, al menos para quien posee cierta sensibilidad, sustraerse a su fuerza.
A un templo o mandir se entra descalzo. A diferencia de occidente, donde nuestros zapatos nos acompañan casi durante todo el día, en la India se prescinde de ellos en el hogar, en el trabajo, pero sobre todo en el templo.
Al estar en los templos en contacto con la tierra, nuestros pies nos hacen recordar la expresión bíblica de que “estamos en tierra sagrada”. Si hemos llegado a la hora de la adoración, que es llamada puja, seremos sorprendidos o casi aturdidos por los imponentes sonidos de tambores. Se ofrece sonido a la deidad. Las campanas nunca faltan y el fuego, jamás. En Calcuta participé de una puja. Me dieron un pequeño tambor y toqué hasta que fui conmovido por el momento culmen de la puja: el árati, el ofrecimiento de fuego a la deidad.
El sacerdote mueve en círculos y de forma horaria un plato con varias llamas de fuego. Lo hace frente a la deidad, que es cuidada día tras día.
Para la adoración se lleva flores. Es la ofrenda más tradicional. En los alrededores de los templos, a veces en la misma puerta, se venden flores y guirnaldas, para no llegar a saludar a la deidad con las manos vacías y también se las compra para ser entregadas a un Swami o gurú.
Para la adoración los sacerdotes deben encontrarse en estado de pureza ritual, lo que explica las prescripciones a las que están sometidos los brahmanes y se espera que quienes visiten los templos también lo estén.
Las observancias estrictas para los rituales pueden hacer creer que los hindúes son moralistas. Pero no es así. Los hindúes dan por sentado que la vida espiritual presupone una vida moral pero no viven una moral compulsiva. Las exigencias de baños diarios y de evitar hacer los actos diarios en estado de impureza muestran más bien un conocimiento digamos esotérico.
A decir de un Swami de Benarés: “La actitud de pureza, de genuina moral o ética, es esencial; pero para las energías es también necesario la pureza corporal”.
No existe maniqueísmo alguno. Las categorías bueno-malo no están exageradamente presentes en el templo hindú. Priman más bien las categorías puro-impuro y superior-inferior.
Ha señalado Alaín Danielou que de todos los baños el que se hace en un río es el mejor. Los que nos hemos bañado en ríos, debemos reconocer que no sólo uno queda limpio sino que además con más fuerza, revitalizado. Y podemos agregar, para concluir, que para todo hindú el baño más purificador es el que se realiza en el Ganga, el río sagrado por excelencia.
Querido Amigo, una vez mas nos instruyes con tus publicaciones. Efectivamente, el estado de impureza e impureza concebido por la cultura hindú es muy distinta a la judía, en la que antiguamente se execraba lo considerado impuro, como a los pobres, a las propias mujeres, a los hijos fuera del matrimonio, a la gente que hacía trabajos de recojo de la basura, etc. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy bueno mi querido amigo Enrique; te agradezco el compartir este artículo conmigo y espero lo sigas haciendo pues sé que tienes aún mucho que compartir de tu contacto con la tradición hindú en tus viajes a India. Un abrazo de tu amigo Yuzen
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