4 de diciembre de 2017

El Deber de la Contemplación



Hace algunas décadas, el filósofo Martin Heidegger, afirmó que “la filosofía no servía para nada y que así debía ser”. Está intuición del genio alemán no fue muy comprendida en su momento y quizás muchos menos ahora en que predomina una visión pragmática y utilitarista de la vida. Sin embargo, en la India esta enseñanza no sólo tiene vigencia sino que, podríamos decir es el fundamento mismo de la Tradición Hindú.

Se calcula que existen más de 8 millones de sadhus (monjes que han asumido la renuncia al mundo y sus exigencias, para dedicarse exclusivamente a la búsqueda y realización del Ser Supremo).

La presencia de los sadhus impregna y tiñe a la India de un halo espiritual. Se los puede ver en todas las ciudades de la India y siempre despertando el respeto y veneración de los hindúes.

Esto se puede comprender cuando sabemos que todas las fuentes escritas y orales del dharma hindú afirman categóricamente que el valor mas elevado es la verdad suprema y que por lo tanto la búsqueda de esta última es el deber más noble al que puede dedicarse un ser humano.

Según las escrituras védicas existen cuatro etapas en la existencia humana: la etapa de estudiante, la del hombre casado, luego la etapa del buscador espiritual y la renuncia. En  la primera, el hombre se debe abocar al estudio de las escrituras bajo la guía de un gurú. En la segunda, el hombre asume la vida familiar logrando así producir riquezas y a la vez el disfrute de los placeres mundanos. En la tercera etapa (vranaprastra) el hombre se prepara para la búsqueda espiritual intensa, superando así las ligaduras de la vida familiar. Después viene por fin la etapa de sanyasa en la cual el hombre renuncia al mundo y se prepara para el momento final, cuando tenga que dejar su cuerpo. Tenemos así estas cuatro etapas que garantizan para el hindú el cumplimiento del deber de lacontemplación.


Podemos decir que lo se le muestra al hombre como su deber máximo es el cultivo del teheorein o vida contemplativa.

La etimología nos dice que la palabra teoría significa “contemplación”. Refiriéndose a la filosofía, los antiguos filósofos clásicos afirmaban que era un saber teorético  o contemplativo por excelencia, por eso para Platón “filosofo es aquel que gusta de contemplar la verdad”.

La superioridad de la vida contemplativa frente a la vida activa ha sido refrendada por toda tradición espiritual: la vida teorética nutrió y plasmo el ideal de perfección de las más grandes civilizaciones de la humanidad.

La recurrencia primero al ser y después al hacer nos permite direccionar nuestra acción externa en base a un conocimiento interior. Pero sería un contrasentido que este conocimiento interior este basado o sea el reflejo de la realidad externa.

René Guenón a quien hemos mencionado ya algunas veces por ser uno de los expositores más cualificados de las doctrinas espirituales del oriente, escribió respecto a la contemplación:

“las doctrinas orientales así como las doctrinas antiguas de occidente declaran unánimemente que la contemplación es superior a la acción, así como lo inmutable es superior al cambio. La acción, que no es más que una modificación transitoria y momentánea del Ser, no puede de ninguna manera contener en si misma principio y causa suficiente; sino depende de un principio fuera de su propia esfera de contingencia, es algo puramente ilusorio”

En toda tradición religiosa se habla también de la superioridad del conocimiento contemplativo sobre el práctico pues el primero es el que da sentido al segundo.

En el cristianismo está perfectamente ilustrado en el relato sobre las hermanas Marta y María (Evangelio de San Lucas, 10:38-42).

La vida contemplativa entonces es también religiosa. Nace en el hombre que no ha ahogado su luz interior, y que por ello mismo se siente religado (unido) consigo mismo y con la realidad.


Mayormente se ha acusado al místico de escapar del mundo, pero, como escribió Frithjof Schuon “es preferible escapar del mundo para buscar a dios, que escapar de Dios para buscar el mundo”.